Psicólogo y miembro del PSRM-PSOE
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Foto: Getty Images. |
Vivimos en un país aficionado a no matizar ni templar sus posiciones, abonado a opiniones en altavoz proclamadas por cabezas casi siempre no pensantes. España tiene vocación por lo absoluto, lo cuida y defiende de un modo preocupante frente a las posturas que apuestan por la templanza y por la construcción de espacios comunes.
La laicidad es uno de esos espacios compartidos a defender y a construir. España no es un país laico de facto, no hay más que ver cómo se ponen algunos sectores cuando se quieren quitar crucifijos de lugares públicos, por ejemplo; España, con esa vocación por lo absoluto que antes mencionaba, guarda silencio, a lo sumo, cuando se dejan símbolos católicos pero berrea cuando se dejan símbolos de otras religiones. El síndrome de Estocolmo del español medio con el cristianismo es digno de estudio. Asociar que defender las tradiciones y símbolos católicos en el ámbito público es defender a España y los españoles es un discurso tan preocupante como cuando el Partido Popular proclama que atacarlos a ellos es atacar a España. La política y los espacios públicos embrutecidos sin remedio.
En medio de este fanatismo, apostar por la laicidad es apostar por la igualdad. La apuesta por lo laico es defender que todas las religiones y todas las creencias tienen cabida en el espacio de lo privado, es defender que cada cual con su religión o su ausencia de religión haga lo que crea más conveniente. Y, como consecuencia directa de lo anterior, apostar por lo laico es defender que los espacios comunes, aquellos donde nos relacionamos como ciudadanos y donde ejercemos de hecho la ciudadanía, son espacios donde sumar debería ser más fácil que restar, donde fijarnos en lo que nos une debería ser más fácil que resaltar nuestras diferencias.
Cuando un espacio compartido, como una escuela, un hospital o un Ayuntamiento, se ha subyugado a la defensa de una determinada religión, deja de ser un espacio público.
Casi todas las religiones, casi todos los dogmas, quieren conquistar estos espacios compartidos porque son conscientes de su poder. Cuando un espacio compartido, como una escuela, un hospital o un Ayuntamiento, se ha subyugado a la defensa de una determinada religión, deja de ser un espacio público, deja de ser un espacio donde los derechos de ciudadanía estén garantizados; deja de ser, en definitiva, un espacio colectivo donde los ciudadanos son libres e iguales.
En algunas ocasiones, hay algunos compatriotas que creen que defender el laicismo es exterminar a las religiones. Y se equivocan. El laicismo debería estar preocupado en construir espacios de libertad, no en querer acabar con identidades colectivas. Cuando el laicismo se contrapone a la religión, se pierde la batalla, porque se entra en el juego que las religiones más desean, en el juego del poder. La laicidad no es otra religión, es una apuesta por los valores republicanos que son garantes de la igualdad entre ciudadanos.
La laicidad es una apuesta por el entendimiento, por la defensa de los espacios comunes y solidariamente compartidos. La defensa de lo laico es, en definitiva, la defensa de un ágora construida por las identidades colectivas de ciudadanos libres e iguales, no por identidades mutuamente excluyentes.
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