Las Navidades pasadas, el prestigioso director de orquesta William Christie suspendió el Mesías de Händel en el Auditorio Nacional de Madrid, porque sonó un teléfono móvil en un aria al final de la primera parte. Era el tercer móvil que retumbaba y el director francoamericano estalló: se volvió hacia la zona del molesto aparatejo y dijo que acababan de destruir uno de los pasajes más hermosos de aquella obra. Cuando reanudó el concierto no se oía ni una mosca, ni media tos. Es tal la falta de urbanidad de alguna gente, la mala educación y la falta de respeto al resto de los espectadores y a los intérpretes, que el público debería acudir a las estas salas reñido ya desde casa.
Nos quejamos con frecuencia de la pérdida de intimidad que supone que un big data global disponga de toda la información que llevamos en nuestro smartphone. Pero mucho más cerca que el mundo mundial y la gran nube está el móvil del vecino que nos molesta en el restaurante, un concierto o en el cine. Y parece que somos mucho más indulgentes con esa pérdida inmediata de privacidad y recogimiento.
Lo del cine empieza a ser dramático. Los multicines, con salas pequeñas y proyectores automáticos, salvaron el negocio de la desaparición. En vez de enormes patios de butacas y un amplio piso principal para cientos de personas, se pasó a minicines para decenas de espectadores y múltiples ofertas. Un sonido espectacular y cómodos asientos crearon un ambiente de confort atractivo para los aficionados. Pero no. Llegaron los complementos a los cines de todo el mundo: sillones con posavasos en los brazos, tiendas de chucherías en la puerta... Y ¡palomitas! que los clientes comen con la boca abierta para dar más sonoridad a su ordinario masticar. Odioso. Como antipática resulta la manía de hombres y mujeres, jóvenes y mayores, de comentar la película con sus vecinos de localidad. Pero, en fin, a todo eso se pudo sobreponer el tirón del cine.
No es seguro, sin embargo, que la nueva plaga sea tan llevadera. Los móviles son ya de uso corriente en el transcurso de una proyección. Hay quien directamente contesta una llamada y se pone a hablar, quien recibe un mensaje y lo contesta, quien manda un tuit... Todo con la luz de su pantalla dando en la cara de los espectadores de alrededor como si fuese una linterna. No hay piedad, ni pudor. Han perdido la batalla quienes van al cine en silencio, sin palomitas, sin sorber un refresco y sin una bolsa de celofán que se despliega lenta y ruidosamente cada vez que se busca con los dedos un nuevo caramelo.
Los cines deberían tener una oferta sin palomitas, móviles, refrescos, etcétera, lo mismo que en el AVE han tenido que poner vagones silenciosos. Y en todos los espectáculos deberían exhibir la imagen del señor Christie explicando que los móviles pueden destruir uno de los pasajes más hermosos de esa obra, cualquiera que sea. A ver si aprendemos.
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