miércoles, 25 de enero de 2017

Una historia de pobreza infantil en el país de Amancio Ortega el Huffington Post


Periodista

Imagen del barrio de Adolfo/Raúl Solís
El sábado me levanté temprano para trabajar. Unos clientes, soy autónomo y me dedico a prestar servicios de comunicación, me habían pedido la realización de un vídeo para denunciar la abundante suciedad de su pueblo, uno de los tantos municipios de la periferia de Sevilla donde la crisis, lejos de terminar, se ha cronificado.
Era un día frío y el pueblo, de 21.000 habitantes y con niveles de paro, pobreza y desigualdad que hielan, ciertamente estaba hecho un asco. Los concejales que habían contratado mis servicios me daban un paseo por una zona del municipio, con altos índices de abandono escolar, violencia, consumo de drogas y todos los dramas aparejados a una clase obrera que no tiene obras y cuya tarea se ha reducido a transitar por unos servicios sociales colapsados y comedores sociales en busca de unas ayudas que no existen.
De pronto, mientras estoy grabando con mi cámara la suciedad nauseabunda del pueblo, aparece un niño con una chaqueta de un color negro con demasiados lavados, con mirada viva y cabeza cabizbaja. "Está cerrada la biblioteca del pueblo y no puedo estudiar, ¿me dejáis las llaves de vuestra sede para estudiar?", le pregunta a los concejales que han contratado mis servicios, en un tono de súplica, con miedo a que le fueran a decir que no.
En la breve conversación que mantiene con los ediles, el niño les dice que en su casa no tiene Internet y que lo necesita para hacer un trabajo. Tiene 17 años, estudia primero de bachillerato y quiere ser veterinario. Es hijo de una familia que cayó en desgracia en 2013 y que, lejos de levantar cabeza, cada día se hunde más en la exclusión social.
Los concejales le dicen que sí, que por supuesto tiene la sede del partido a su disposición esa misma tarde y cuando la necesite y que, además, también puede usar Internet y la impresora. Al niño se le ilumina la cara de felicidad. Y a mí se me cae el alma a los pies.
Se marcha y los concejales me cuentan más datos biográficos del niño. Su padre ha muerto hace dos semanas con 41 años, después de 20 años con una enfermedad cardiaca que en los últimos años lo tuvo sin poder trabajar y, por tanto, sin ingresos. No sólo el padre no podía trabajar, tampoco la madre de este niño, que tuvo que dejar su trabajo de reponedora en un supermercado para cuidar de su marido en la última etapa de la enfermedad.
El niño, que no se llama Adolfo pero lo voy a llamar así para guardar su intimidad, tiene una hermana más pequeña y un hermano de 20 años que no tiene ni la ESO, como tampoco la tienen muchos de los niños y niñas con los que jugó de pequeños por las calles de su pueblo, lleno de bloques sencillos que piden a gritos una manita de pintura y justicia en cantidades industriales.
Tras 10 años sin poder trabajar por la enfermedad, a su padre finalmente le concedieron una pensión de 300 euros hace un año, el único ingreso que entraba en casa junto a los 600 euros de la abuela con los que se pagan la hipoteca, la luz y el agua.
En este entorno, con niveles de paro que se acercan al 40% cuando no los sobrepasa, abandonar los estudios antes de terminar la ESO es la norma y estudiar bachillerato, una excentricidad. Ir a la universidad es directamente un milagro. Adolfo es la cara inocente de la terrorífica cifra que dice que el 51% de los niños y niñas andaluces están en riesgo o directamente en la pobreza. Le falta de todo, le sobra nobleza y pide con la mirada que la vida le trate con algo más de ternura.
Tras 10 años sin poder trabajar por la enfermedad, a su padre finalmente le concedieron una pensión de 300 euros hace un año, el único ingreso que entraba en casa junto a los 600 euros de la abuela con los que se pagan la hipoteca, la luz y el agua. Ahora, con el padre recién fallecido, en casa hay que esperar la burocracia para que tramite una pensión de viudedad que tampoco librará a su madre de hacer cola en Cáritas.
Este año, Adolfo ha podido llevar material escolar al instituto porque un grupo de amigos del pueblo ha recogido dinero. Él, su madre y su padre, hasta que falleció, y sus dos hermanos, comen, visten y calzan gracias a la caridad en un país que es la cuarta economía de la zona Euro y donde tres personas solamente acumulan más riqueza que 14 millones de españoles. Lo sabemos todo de Amancio Ortega y Juan Roig, los dueños de Inditex y Mercadona, que acumulan las mayores fortunas de España, pero no sabemos nada de las 14 millones de criaturas que duermen cada noche en el umbral helador de la exclusión.
No me puedo quitar de la cabeza a Adolfo. Ya en casa, consigo su teléfono y lo llamo. Me cuenta, con una madurez espantosa, que desea estudiar porque quiere conseguir el sueño de su vida: salir de la exclusión y "poder ayudar a mi madre y a todo mi barrio". Se me ponen los vellos como escarpias. He encontrado poesía en un barrio que está, literalmente, comido de mierda y donde muchos de los amigos con los que jugó Adolfo de pequeño están en la cárcel. "Pero no son delincuentes, son pobres", me asegura por teléfono. Y enmudezco un poco más.
Cada día que Adolfo va al instituto y no abandona sus estudios, es un milagro del que nunca se hará eco ni el Informe Pisa ni los adalides de la 'cultura del esfuerzo' que deberían ir al barrio donde vive este niño de 17 años para que vean lo fácil que es concentrarse cuando te cortan la luz y el agua o estás a la espera de que el banco te eche de tu casa por la situación económica de tu familia. A sus 17 años, Adolfo habla de una "carencia" que su madre está negociando con el banco para que no desahucien a la familia como si tuviera 40 años y no fuera un chiquillo que tendría que estar pensando en estudiar sin miedo al futuro.
Si no consigue ir a la universidad, pasará a ser un fracasado escolar para los informes insensibles que miden el éxito o el fracaso sin mirar las condiciones de partida, en lugar de una víctima de la brutal desigualdad que lo ha condenado a la pobreza por ser hijo de un padre enfermo en un país que abandona a la gente sencilla y en el que están intentando que normalicemos que haya niños que no tengan acceso a Internet, no puedan tener materiales escolares o vistan y coman de lo que recogen en las ventanillas de la caridad. Adolfo terminará siendo veterinario y lo que le dé la gana de ser, siempre y cuando lo permita un sistema maldito que inventa crisis para aumentar la lista de criaturas sin derecho a soñar una vida digna.

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