TRIBUNA
El bucle urbanístico |
Al propietario de la última parcela que queda en una urbanización de la Costa del Sol, el Ayuntamiento, para poder construir en ella una vivienda, le ha pedido un certificado a la compañía eléctrica acreditativo… de que dispone de acometida de electricidad. A su vez, la compañía le ha requerido un certificado del Ayuntamiento acreditativo de que su parcela es… ¡suelo urbano! Este delirante peloteo entre administraciones ilustra bien el bucle infernal en el que hoy se halla presa la práctica del urbanismo en nuestra comunidad y, probablemente, en todo el país, constituyendo un grave problema estructural, aunque parezca ser aceptado resignadamente como la ola de calor o un tributo a la complejidad de la vida moderna. La caótica tramitación y la espesura normativa en los asuntos de incidencia territorial son la consecuencia de esa irresponsabilidad política que abrió la caja de Pandora de las competencias sectoriales, permitiendo que cada corralito de poder gremial marcara su territorio sin un elemental principio de racionalidad aplicado a los verdaderos intereses del Territorio, esta vez con mayúsculas. Hoy cada cuadrilla administrativa campa por sus respetos sin importarle una higa la visión holística del urbanismo ni la consideración de que sostenibilidad es "también" no desesperar y arruinar a empresarios, emprendedores o simples ciudadanos, que son los que mayormente arriesgan su dinero y sus ilusiones en actuaciones legítimas que conciernen a la dinámica urbana. Si por esos celadores fuera, nuestro entorno permanecería inmóvil, triunfalmente aherrojado por sus obsesiones corporativas.
En El amor del censor, Pierre Legendre analiza la erótica del dogmatismo, no como una forma onanista de poder, sino como una posición de preeminencia moral opresora que llega a ser dócilmente aceptada por el oprimido (aquí, el ciudadano de a pie). Legislar, sobre todo en urbanismo, supone considerar que hemos de vérnoslas con unos ciudadanos desalmados con tendencia a la trampa y a la ilegalidad, lo que exige de la estrecha vigilancia de las normas. Confieso que eso nos ha pasado a todos los que, como urbanistas, hemos estado a uno y otro lado de la mesa. Desde el lado de la Administración, los proyectos que nos presentaban siempre nos parecían aberraciones que no se adaptaban a nuestras normativas. Y desde el lado del administrado lo que nos parecen aberraciones son las propias normas que nosotros hemos creado, o sea, el arrogante monopolio público de la ética frente al "grosero" pragmatismo de lo privado: buenos y malos, pura filosofía antisistema… pero desde el corazón mismo del sistema.
Lo cierto es que en Andalucía llevamos casi dos décadas de desconcierto urbanístico por varias razones que, en el fondo, confluyen en una patología común: esa necesidad imperiosa que, desde sus orígenes, la Autonomía tiene de legitimarse como esfera político-administrativa en el armazón del Estado, acuciado por un indisimulado complejo de ser una instancia superflua ¡Sin complejos, hay que gobernar sin complejos! le oí decir hace años a uno de los primeros presidentes autonómicos, arengando a un compañero de partido que todavía no se creía esto del poder. Desde entonces el Parlamento se lanzó a legislar frenética y furibundamente como si de crear un mini-Estado se tratara (que algo de eso había). Pase que en Educación y Sanidad, por ejemplo, las normas pudieran ser de general aplicación. Pero el Urbanismo incidía sobre un territorio enormemente diverso y con una superficie el doble que la de Suiza. Un verdadero ejército de expertos sectoriales cayó en tromba sobre el puchero de la Ordenación del Territorio reclamando para sí la primacía de esa disciplina, con un desordenado apetito normativo que ignoraba la diversidad y complejidad de lo real, sometida al discurso monolítico de cada jurisdicción. Las competencias de Aguas, vías Pecuarias, Cultura, Agricultura, Arqueología, Medio Ambiente, Dominio Público Hidráulico, Turismo, Costas, Carreteras, Perspectivas de género, Memoria Histórica, Aviación Civil, Economía, Innovación, Ciencia y Empleo, Normativas Autonómicas, Estatales y Europeas y un largo etcétera en el que no incluimos las propias de los ayuntamientos y las compañías suministradoras de servicios… todas ellas, digo, van cada una a su aire eludiendo la transversalidad, concepto tabú cuya inexistencia delata la desatención de un poder político que abjura de su responsabilidad coordinadora.
Y así, sin nadie que tenga el valor de poner pie en pared, la política del suelo queda desvinculada de la política económica y, cuando eso ocurre, el territorio deja de ser el sustrato y sostén de la actividad productiva para convertirse en su principal impedimento, su mortal enemigo. Honradamente, ¿alguien cree que este letal desajuste puede estar al margen de los calamitosos resultados sociolaborales de nuestra comunidad?
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