La superstición es el combustible ideal para una organización social basada en la competición y la exclusión
La reciente polémica armada después de que un famoso presentador de televisión lanzara la sospecha de que el autismo tiene algo que ver con las vacunas viene a confirmar algunas cosas. La primera ya la sabíamos: lo que cabe esperar de la televisión, especialmente cuando se lía a especular con el conocimiento científico en el prime time, no es más que la promulgación de la necedad. Uno recuerda haber visto de jovencito en La clave de Balbín a un astrofísico que explicaba con un globo y un rotulador la Ley de Hubble, según la cual el universo se expande no porque las galaxias se separen, sino porque aumenta la distancia que hay entre ellas (no, no es lo mismo). Pero entonces también era posible encontrar en la televisión a Miles Davis tocando la trompeta, seguramente porque había ciertas convicciones a la hora de comunicar en masa que después se perdieron para siempre. La segunda evidencia es más sutil: la posverdad no es una cuestión exclusivamente política (digamos mejor partidista o electoralista, si aceptamos, como es debido, que todo forma parte de la política); muy al contrario, afecta a todos los órdenes intelectuales. El caso de este presentador se corresponde con la llegada masiva y sin reparos de materias pseudocientíficas a universidades y centros culturales. Y conviene apuntar las razones.
Hacía tiempo que el recelo hacia el conocimiento científico por su presunta categoría de verdad oficial no gozaba de tanto éxito. Pero si las teorías new age del pasado siglo surgieron, ciertamente, como reacción a una determinada instrumentalización (así considerada) del poder político, la actual proyección de la ignorancia tiene más que ver con el canon ultraliberal que hace de cualquier conocimiento no rentable una pérdida de tiempo y hasta una opción sospechosa. Digámoslo rápido: empezamos apartando las humanidades y las ciencias del currículum para fomentar la mano de obra barata, seguimos creando vínculos entre las vacunas y el autismo, continuamos condecorando a Vírgenes o saltando la reja y terminamos condenando a la hoguera a Giordano Bruno. La superstición es el combustible ideal para una organización social basada en la competición y la exclusión.
Lo paradójico es que el conocimiento que nos ha prodigado la ciencia del universo y de nosotros mismos sólo en las dos últimas décadas habría debido bastar para originar un paradigma social nuevo. Pero el personal anda ocupado prestando atención al primer imbécil que sale en televisión. Pongan un imbécil aún más peligroso y ya verán. Lo llaman fundamentalismo. Es estupidez.
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