Con La Sílfide el Festival retoma su cita anual con el gran repertorio, con el tutú tan esperado, que por desgracia sólo visita Granada en esta ocasión
ANDRÉS MOLINARI | GRANADA
Sin duda, al romanticismo le sienta bien el tutú. Aunque en este caso entreverado con cuadros escoceses, andrajos de bruja y boscaje de cipreses. En realidad es todo lo que necesita un buen drama romántico en danza para seguir atrayendo nuestra atención casi dos siglos después de haberse creado. Y eso que esta obra no es ni de las mejores en coreografía ni de las poseedoras de una música subyugante, pegadiza o bien armonizada. Todo lo contrario, se diría que son compases acomodaticios a lo que se ha de bailar, con grandes dosis de adocenamiento y pequeños vislumbres de inventiva, aún menos apreciables por la escasa calidad de la grabación ofrecida anoche en el teatro del Generalife. Claro que estamos hablando de la prehistoria de la danza romántica, mucho antes de Giselle y del Lago de los Cisnes.
Tal vez por eso a algunos espectadores esta obra les decepciona un poco, les deja tibios de afectos y mermados de entusiasmo. Y más si la versión es tan comedida y simple como la ofrecida por Micha van Hoecke, alquitarando el argumento de la fría Escocia con las coreografías gestadas en la no menos fría Dinamarca. Por ejemplo, en toda la obra, sólo hay un breve instante al final, en el que el bailarín hace casi volar a la protagonista elevándola por el talle. Este y otros temas ya vistos en famosas obras posteriores dejan La Sílfide algo desamparada de adeptos, si no condescienden con el devenir de su historia.
Con La Sílfide el Festival retoma su cita anual con el gran repertorio, con el tutú tan esperado, que por desgracia sólo visita Granada en esta ocasión, con la lindeza del cuerpo femenino, la delicadeza de las puntas, el vuelo sutil de los afectos y el drama final en muerte. A pesar de ser una obra con casi más mimo que danza, la versión del Ballet de Roma, se esmera en los números coreográficos, sobre todo en los grupales, descollando los de tono casi folclórico escocés, en el primer acto, y los muy románticos y cargados de tutú, del segundo. En algunos instantes consigue alegría campestre o ambiente nemoral aunque al conjunto le cuesta coordinar los movimientos y acompasar los arcos ojivales trazados por sus brazos.
Los solistas están correctos y discretos. Entre ellos, como es natural, destaca La Sílfide, interpretada por Gaia Straccamore, ágil en las entradas y los mutis, parca y muy alicorta en los saltos, elegante en las puntas y muy expresiva con los brazos, su mejor baza. Crepita las manos con expresividad, rehuye ser apresada con evanescencia y afianza su interpretación con un mimo que se ve desde lejos, ya sea mostrando las lágrimas, ya besando al joven casadero. Su posesión de una estudiada técnica le permite disimular sin riesgo alguna zozobra en los giros y algún arranque dubitativo.
Noche para un clásico entre cipreses, haciendo éstos una vez más innecesario el decorado dendrítico que requiere el argumento. Y puede que, amparada en este escenario de ensueño, la compañía redujese al máximo la escenografía que a todas luces resultó pobretona, por ejemplo cuando hubo de mostrar humareda de aquelarre y fuego salido de baratas bombillas titilantes. A ello se unió un escaso desarrollo vertical de la acción, desaprovechando los muchos recursos que ofrece la avanzada técnica del siglo XXI para realzar una obra imperecedera de la primera mitad del siglo XIX.
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