TRIBUNA
Al final de la escapada no estaba Bolonia |
Este final de curso me ha parecido que los rostros pálidos, de puro exhaustos, de mis compañeros de universidad le daban un aire al protagonista de À bout de souffle (Sin aliento), la primera gran película de Godard. Este filme nos sugiere la idea del destino marcado, en este caso el de un joven delincuente enfrentado a un final fatídico, al que llega sin aliento tras una alocada carrera vital.
La existencia de las universidades españolas de las dos últimas décadas participa mucho de esta atmósfera de enloquecida maratón. Recordemos: falto como estaba nuestro país de contactos continuados y fructíferos en el terreno universitario fuimos los primeros en adherirnos a todo lo que significase Europa y la modernidad, identificadas la una con la otra. Hay que felicitarse por esa pasión europeísta que nos devolvía a aquella ilusión barroca, reflejada en muchos grabados del XVII, en los cuales Europa representada como una mujer reservaba el espacio de la cabeza pensante a la Península Ibérica.
El rumbo se torció cuando por esa misma pasión europeísta se nos apareció un espectro: el "plan Bolonia". Este plan suponía en teoría la culminación de la modernización mediante la convergencia y homologación de las enseñanzas universitarias europeas. Nuestros dirigentes universitarios de entonces, casi todos sin experiencia en el extranjero, le otorgaron el valor de un abracadabra, con pasión de neófitos. Según la retórica de la época el plan Bolonia traía consigo no sólo modificaciones formales -los grados en lugar de las licenciaturas- sino de fondo, con un modelo universitario más acorde con los tiempos tecnológicos y democráticos. Para evitar resistencias se pusieron en marcha costosos planes de prejubilaciones del profesorado, que plena madurez de sus conocimientos fueron enviados a casa a vegetar, amén de a pasear al perrillo. No se escapa el coste de esa medida que ha dejado a demasiados departamentos en un escuálido esqueleto.
El plan Bolonia, estrictamente docente, estaba acompasado con las transformaciones en la investigación. En España ésta recae sobre todo en las universidades, ya que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas es una estructura de mínimos que no puede satisfacer las necesidades del país. Los profesores, investigadores a tiempo parcial, fueron sometidos a controles cada vez más estrictos, empleando para ello un complejo sistema burocrático e informático, guiado por el culto bibliométrico. Ésta, la bibliometría, es un "disciplina" cuya pretensión es cuantificar la calidad de la investigación a través de una jerarquía mundial de revistas científicas, controladas por un par de multinacionales anglosajonas, con criterios de forma y fondo más que cuestionables. A ello hay que añadir el número de citas recibidas por cada trabajo, extraídas de instrumentos tan rústicos como el buscador Google. El resultado no es real pero lo parece, creando una suerte de ilusión de excelencia controlada por agencias privadas, que es obvio que hacen caja con el tinglado. Entre los enemigos a batir estaría el libro clásico instrumento básico de comunicación científica en disciplinas tales como las humanísticas. La perversión del asunto lleva a que los jóvenes investigadores, presos del diabólico sistema, deban publicar para sobrevivir en revistas distinguidas -por regla general en inglés-. Para lograrlo tendrán que emplear en traductores y revisores buena parte de su magro salario. Es tal el escándalo que doce premios Nobel de Medicina se han rebelado contra esta tiranía, haciendo valer que la calidad científica nada tiene que ver con las mediciones bibliométricas.
Pero claro, dada nuestra frugalidad institucional, si hemos de compararla con la abundancia de la universidad-negocio thatcherista, la fuga hacia delante en esta alocada carrera consistió en crecer en cantidad. El desarrollo megalómano de las universidades públicas españolas consistió en aumentar indefinidamente la oferta de grados. Creada la necesidad los edificios crecieron asimismo como hongos. Diversos argumentos fueron esgrimidos en favor del modelo de crecimiento a toda costa: ninguna provincia sin universidad; aporte económico para la vida cotidiana de las capitales; la universidad como freno circunstancial del endémico paro juvenil, etc.
Me hizo gracia, con toda esta problemática de fondo, cuando visitando una universidad asiática me dijeron que era la más grande del continente, ya que tenía ¡60.000 estudiantes! Pensé en las dos más importantes de Andalucía, que superan esa cifra cada una de ellas por separado. El resultado son unas universidades desmedidas, sobredimensionadas, y en las que ni apelando a la antigüedad histórica se encuentra correspondencia con la calidad.
La palabra y concepto a aplicar es decrecimiento. No existe otra posibilidad para seguir avanzando en calidad. De lo contrario acabaremos siendo un buen lugar para recibir los summer courses -cursos estivales de baja calidad- de las universidades norteamericanas, es decir un marco incomparable con mucho don y poco din. Por cierto, en la mayor parte de Europa no saben ni qué es el plan Bolonia ni por qué los dirigentes universitarios españoles se apasionaron por ese espectro. Los otros europeos siguen en lo suyo, es decir en lo de siempre, mientras nosotros nos hemos pasado de modernos.
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