sábado, 22 de julio de 2017

Alcaraván granadahoy.com

EDUARDO JORDÁ

La tiranía de la estupidez o de las relaciones laborales ya se ha apoderado para siempre de nosotros

El otro día, entre dos luces, cuando la tarde se había acabado pero la noche aún no se había apoderado de la tierra, oí el canto de un alcaraván. No hay nada más triste -ni más hermoso- que el canto monótono y espaciado -y tan regular como un cronómetro- de esa ave sedentaria que anuncia la llegada de la noche. Siempre suena a la misma hora y en el mismo sitio: en mi caso, entre los plátanos de la carretera, junto a la casa que fue de mis padres. Hace veinte años más o menos, mi padre me lo repetía cada vez que se oía su canto: "Aquí está el alcaraván" (aunque él lo decía en catalán: "el xebel.lí", tal como se lo había dicho su padre cuando él era niño). Y ahora que mi padre ya no está aquí, el alcaraván sigue fiel a su cita, a la misma hora y en el mismo sitio, bajo los plátanos de la carretera, junto al trigo recién segado.
Pero el otro día ocurrió una cosa que nunca antes había sucedido. Mientras el alcaraván cantaba, me llegó un mensaje de Whatsapp: "Blesa se ha suicidado". Toda la magia de aquel momento se vino abajo en un segundo. Y la culpa fue mía, claro, por no saber vivir sin el móvil al lado. Pero éste es el signo de los tiempos: vivimos sometidos a la esclavitud del móvil, que nos puede traer un mensaje idiota de alguien que se aburre, o una noticia inesperada que destruye la paz de una hermosa escena crepuscular, o una orden imperiosa de nuestro jefe que ha decidido explotarnos también durante nuestros escasos momentos de libertad laboral. Ya no estamos a salvo en ningún momento: la tiranía de la actualidad o de la estupidez o de las relaciones laborales ya se ha apoderado para siempre de nosotros, igual que la noche se apodera de la tierra cuando canta el alcaraván.
¿Qué me importaba a mí la muerte de un banquero codicioso? ¿Por qué tuvo que irrumpir en un instante de maravillosa libertad? Pero así ocurrieron las cosas. Y entonces recordé un poema de Anna Ajmátova que tiene estos versos: "La miel salvaje huele a libertad, la boca de una chica huele a violetas, pero el oro no huele a nada". A nada. Quizá eso nunca lo supo Miguel Blesa, pero sí lo sabe este alcaraván que canta en el crepúsculo, esa ave solitaria que escuchaba mi padre cuando era niño y que él me enseñó a escuchar a mí. Y que yo le hice escuchar a mi hija, para que supiera a qué huelen esos escasos momentos de libertad en que no le debemos nada a nadie. Ni siquiera a los banqueros.

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