C. TEIXIDOR CADENAS |
Espero que nadie se haya olvidado de las lecciones literarias que nos dieron nuestros políticos hace unas semanas, en el parlamento español, durante la moción de censura. Durante sus discursos, buena parte de nuestros políticos introducía con gran satisfacción algún verso, alguna frase que diese color a la monotonía del habla política: entusiastas, estos hombres y mujeres iluminaban con rayos literarios tanto los bostezos propios como los del gran público; a veces también llamado pueblo. Y esto de entusiasmarse con las citas no suscitaría ninguna objeción de no ser porque muestran muy a las claras las profundas limitaciones que tienen estas personas que, unos más que otros, y según nos dicen, quieren renovar y revitalizar nuestra sociedad.
Así, mientras asistía al espectáculo de la democracia por televisión, y a medida que se sucedían estos espasmos literarios entre nuestra clase política, me vino a la cabeza una afirmación que hizo Joseph Brodsky, poeta ruso exiliado en Estados Unidos, en su conferencia para la recepción del Premio Nobel de Literatura en 1987: "No cabe duda de que, si eligiéramos a nuestros políticos por su experiencia lectora, habría mucho menos dolor en el mundo. A mi parecer, a los posibles rectores de nuestros destinos habría que preguntarles ante todo su opinión, no ya sobre política internacional, sino sobre Stendhal, Dickens o Dostoievski". Imaginemos ahora el Congreso de los Diputados como una gran aula en la que, una vez sentados, a nuestros políticos se les pasase un examen sin pretensiones sobre literatura universal para que lo contestasen. ¿Qué saldría de esta experiencia? Bueno, mejor no pensarlo mucho.
Aunque sería esclarecedor ver la cultura que realmente tienen nuestros políticos y de la que tanto alardean. La idea de esta estrecha relación que habría que establecer entre la política y la literatura (todo el arte en realidad), y que sugiere Brodsky como termómetro de la mediocridad de un país, no se debería a un simple capricho, a una absurda imposición de intereses personales, sino al hecho de que la literatura no puede ser objeto de atención de unas minorías intelectuales que la estudien y comenten. Cualquier ciudadano, adoptando un papel activo en su relación con ella, descubriría elementos tan importantes para el buen funcionamiento de la democracia y de su vida como, por ejemplo, el respeto por la diversidad, por las diferencias que nos son consustanciales en tanto sociedad, y les ayudaría, asimismo, a tomar decisiones más precisas.
Los libros tendrían que verse como la mayor defensa personal de los ciudadanos libres contra la cantinela política, periodística y publicitaria que se esfuerza por hacer pasar lo insustancial por relevante y lo accesorio por necesario.
Siguiendo a Brodsky, comprendemos que no hay que limitarse a aceptar que el pueblo tenga que estar simplemente alfabetizado o educado, sino que ha de ir un paso más allá para superar el embelesamiento y frustraciones al que siempre terminan conduciendo los ideales políticos. Así lo demuestra cuando advierte lo siguiente: "Sólo diré que tengo la certeza de que, para alguien familiarizado con la obra de Dickens, matar en nombre de un ideal resulta un poco más problemático que para quien no ha leído nunca a Dickens". Y no es que el hecho de convertirnos en personas que nadan en las aguas de la cultura nos vaya a librar siempre de cometer atrocidades. Por supuesto que no. El propio Brodsky reconoce e indica que Lenin, Stalin, Hitler o Mao Zedong eran personas con cultura, cultivadas. Pero advierte que el problema de estos funestos personajes era que su lista de lecturas era más corta que su lista de sentenciados a muerte.
Quizá la literatura pueda parecer hoy una extravagancia más del entretenimiento al que nos vemos sometidos y obligados. Pero nada más lejos de la realidad: los libros tendrían que verse como la mayor defensa personal de los ciudadanos libres contra la cantinela política, periodística y publicitaria que se esfuerza por hacer pasar lo insustancial por relevante y lo accesorio por necesario. La literatura, como todo el arte en general, está para poner las cosas importantes en su sitio, pero para advertirnos también de cosas tan simples, tan llanas, como que cuando nuestros políticos hacen manidas referencias literarias, más que exaltar la libertad o las hermosas ideas que contienen sus menciones, profanan torpemente la memoria de la cultura en provecho propio. Y esto, mucho me temo, tendría que resultarnos también bastante indigesto.
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