TRIBUNA
La novela de la naturaleza |
La ciencia clásica creía que nos dirigíamos a un destino fijo. Sin embargo, sosteniéndole la mirada a la naturaleza ha logrado descubrir la extraordinaria capacidad de innovación de esta: las compuertas del futuro siguen abiertas de par en par, el mundo no está cerrado, permanece en curso, en devenir. Y eso otorga a nuestras decisiones una relevancia especial. Aún quedan muchas cosas por comprender: las grandes transiciones entre la materia y la vida, entre la vida y la evolución de la vida, entre el cerebro y la conciencia. Ni siquiera el origen del universo parece aclarado.
La nueva ciencia del devenir trata de aplicar su método sobre un relato que cuenta algo así como: érase una vez el cosmos dentro del cual emergió la historia de la materia, de la que surgió otra historia, la de la vida, y de esta un hálito que impulsó la narración de los hombres, su novedad, su creatividad y su enorme singularidad. Y la historia continúa…
En la argumentación mecanicista, el mundo era comparado con un autómata y el hombre con un mecano, y no había razones para presentir el impulso trascendente, pero mientras se ahonda en el enmarañado nido del universo, de la vida y de la conciencia, el asombro vuelve a latir. Desaparece toda contradicción entre ciencia y religión. La idea de trascendencia se funda tanto en lo natural como en lo sobrenatural. Tampoco hay antinomia entre ciencia y cultura; aparece un inusitado interés en los procesos espontáneos de los que surgen formas cada vez más complejas y matizadas.
Pero además de armonioso y bello, el mundo es también inhóspito, lleno de tiranías y crueldades, que a veces se cubren con estolas de armiño, y eso obliga a tener presente el lado trágico de la vida y del universo y a evitar idealizaciones extravagantes. La modernidad se ha postrado ante el imperio del rigor racional, y de una investigación que, bajo la divisa de la neutralidad valorativa, ha ofrecido indiscutibles logros en sus aplicaciones técnicas. Sin embargo, como discípulo de Pascal, creo que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre -más allá que ese "miserable montoncito de secretos" del que habló Malraux-, y sabrá formar su nuevo yo con una educación que lo habilite para promover un humanismo plenario que integre la ciencia, la filosofía, la religión y la dimensión estética del arte en su afán por estudiar lo ignoto.
El acercamiento entre las ciencias naturales y la meditación filosófica, entre la medicina y la singularidad que representa cada ser humano, puede cerrar la brecha arcaica entre el logos y el mito, reflejos complementarios de una conciencia que quiere iluminar los enigmas del universo, de la vida y del corazón humano. Logos y mito se excluyen tan escasamente como ciencia y cultura. El mito define y completa al logos donde este no alcanza iluminar en una noche oscura. Despreciar el mito es confesar una ignorancia indigna hoy de un ser civilizado que no debe olvidar que cada rutina cotidiana se escenifica bajo un cielo saturado de infinitas estrellas. ¿Y qué mitos forjar en este milenio? Recuperar el vínculo armonioso con la naturaleza y con los demás congéneres limitaría decisiones políticas arbitrarias que pueden comprometer otra vez la esperanza, sabiendo que los mayores peligros provienen de la insolidaridad con el planeta que nos acoge y con sus desheredados: niños, viejos, enfermos, discapacitados, emigrantes o marginados. La racionalidad pura nada tiene que ver con la ciencia. Al socaire de una conciencia ética, este instrumento puede escudriñar la enmarañada historia en la que conviven personajes como la belleza y el horror en el universo mundo, y superar también viejas concepciones parciales -materialistas o idealistas- en su búsqueda sin fin.
No hace mucho tiempo hubo una generación traumatizada y cargada de razones para la desesperanza, que conoció el devastador daño que los humanos pueden infligir a su civilización. Pero más allá de aquel extraviado yo ilustrado, a las generaciones nuevas -educadas en el buen gusto de elegir con deseo inteligente o inteligencia deseosa-, corresponde alegar motivos legítimos para confiar en su especie y creer que la humanidad posee el bien supremo de superarse a sí misma y empeñarse con las generaciones siguientes para que los niños sigan sonriendo y los enfermos salvándose. Si el sol se halla en la mitad de su ciclo y la humanidad no se destruye a sí misma o por accidente cósmico, queda tiempo suficiente para afrontar los problemas de la vida en común y explorar sus laberintos -antes de ser devorados por algún minotauro tecnológico- y desarrollar esa vida en común, en la tierra o donde quiera que sea, de una manera más agradable, más significativa y más digna, como desenlace de la tensa emoción literaria en esta novela del mundo.
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