Si Carmen, la protagonista de Después del amor (Premio Fernando Lara 2017, editorial Planeta), estuviera aquí, entre nosotros, la sentaría en el café de La Central -lástima que Nebraska no haya sobrevivido al siglo XXI-, y dispararía a bocajarro.
–¿Te compensó, Carmen?
Ella sostendría la taza entre sus manos y dejaría que el café hirviendo le quemara los labios.
Y quizá contestaría:
–Sí, me compensó. Obré en consecuencia. Es peor arrepentirse de aquello que no hicimos que de lo que hicimos.
–¿Te arrepentiste de lo que hiciste?
Seguiría sorbiendo de la taza y alejaría su mirada de la mía.
–Amé sin límites. Amé sobre todas las cosas. ¿Qué importa ahora?
–Es la duda que no ha dejado de perseguirme –diría yo.
–Pero lo has escrito. Has escrito que el sentimiento de culpa me persiguió el resto de mi vida.
–¿Me equivoqué? –preguntaría.
–Ya no importa.
–¡Claro que importa! Nada me turba más que saber si he acertado al ponerte palabras, al llenar tu boca en los diálogos, al sentirte sin ser tú, siendo solo yo, al mando de un teclado en medio de la tormenta del folio en blanco.
–¿Fue el deseo de mis hijas, no? ¡Mis hijas te pidieron que contaras mi historia!
–Creo que quisieron colocar todas las piezas de tu vida, conscientes de que yo lo haría o, al menos, lo intentaría...
–¿Y lo has conseguido?
¿Puede la literatura sanar heridas o recomponer biografías inacabas?
La pregunta de Carmen provocaría en mí el mismo efecto que mis preguntas en ella. Seguramente, cogería la taza de mi café y sorbería antes de contestarla. Dejaría que la cabeza se llenara de novelas que han reconstruido vidas que lo fueron antes de ser literatura.
Pensaría en Capote y en las Vidas Ajenas de Emmanuele Carrère, y sentiría que Carmen también lo era: me era tan ajena que solo esa condición me permitió escribir. Escribir y escribirla. El texto y la vida novelada de Carmen se han fundido en un único relato que ha devuelto a sus hijas a la calle Rosselló 253 de la ciudad de Barcelona, en la que todo empezó y donde todo terminó.
¿Puede la literatura sanar heridas o recomponer biografías inacabas? Esa pregunta también me persiguió desde los primeros folios hasta los últimos. El resultado me permite contestarla: sí. ¿Aunque la ficción se cuele en las grietas de la verdad? Sí.
Ahora que buceamos en el concepto de la posverdad, pienso que esta novela ha obrado el milagro de su efecto en quienes se han sentido atrapados en la verdad Carmen. Para el resto de lectores, será una verdad transparente, sin aristas ni matices. No existirá otra porque nunca existió antes del texto que recorrerán sus ojos. Lasnon-fiction novels, género que alcanzó su reconocimiento con A sangre fría, o las novelas basadas en hechos reales, como las conocemos aquí, tienen ese doble filo que el escritor debe sortear sin cortarse. Sobre todo si los personajes, como es el caso de las hijas de Carmen, aún viven para rebatirlas.
No ha sido el caso. Las mujeres vivas de esta historia han hecho suya hasta la posverdad, amortiguando su dolor en otras escenas en las que se vieron a sí mismas abrazadas a su madre, o disfrutando de ella, o sufriendo. Pero con ella. Las palabras han permitido el deshielo de su memoria escarchada. La impostura de la literatura les ha devuelto a su borrosa infancia y han podido enterrarla.
Y solo por eso, Carmen, dime:
–¿Me equivoqué?
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