TRIBUNA
A mí, el caso de Lorca me hace pensar en el de Gentile, entre otras cosas por la reserva, la discreción o como se le quiera llamar, de las familias respectivas
Entre Granada y Serendib |
Más de una vez he afirmado que mi poesía, mala, buena o regular, no sería lo que es sin la de Rafael Alberti, con quien tuve la fortuna de convivir en sus años romanos, vecinos ambos del Trastévere. Ojalá pudiera decir otro tanto de Lorca, leído con avidez desde que cayó en mis manos la antología con un prólogo, excelente, de Luciano de Taxonera, publicada en Madrid con el sello de la editorial Alhambra en 1944. Luego, los amigos del poeta de los que también fui amigo, desde Romero Murube a Martínez Nadal, me acercaron a su condición humana, y la intuición de ciertas afinidades motivó mi decisión de empalmar estéticamente con la generación del centenario de Góngora. Aun llegando como llegué a disfrutar de la amistad de los supervivientes de esa generación, era para mí difícil librarme de esa intuición y del influjo consiguiente de dos poetas que habían tenido una niñez feliz muy parecida a la mía y que yo resumiría en el atractivo de dos cosas de las que otra de mis devociones, Antonio Machado -que nació viejo- no tenía muy buena opinión, a saber, la sangre de los toros y el humo de los altares. Con Alberti además puedo ufanarme de compartir un deseo frustrado, deseo por cierto en el que nos precedió Manuel Machado y tal vez Gerardo Diego. Alberti por lo menos hizo una vez el paseíllo en la cuadrilla de Sánchez Mejías, cosa harto más verosímil que el doble salto mortal con el que, vestido de payaso, escandalizó al distinguido público local cuando el estreno de La historia del soldado de Stravinsky en el Coliseo España de Sevilla. Esa afinidad infantil de pueblo andaluz que llevó al gaditano y al granadino a tratarse de "primos" aunque no lo fueran es la misma que de un modo subconsciente debió de atraerme a mí, y algo de verdad debía de haber porque cada vez que Rafael les firmaba a mis hijas un dibujo o un cartel, les ponía "de su tío" delante de la firma. En cuanto al otro "primo", lo único que sé decir es que, en la concesión del primer premio Cervantes que fue a Jorge Guillén y en Alcalá de Henares, en la copa de fino, remontado por cierto por el clima de la meseta, que se nos dió en el claustro, se me acercó su hermana Isabel, "doña Isabelita la Soltera" y me pidió que posara para el tomavistas con el que inmortalizaba la ocasión.
El destino quiso que esos dos poetas con cuyos orígenes tan identificado me sentía llegaran a simbolizar mitos de la tragedia nacional, como el exilio y la muerte, esa muerte que el superviviente nunca se consoló de que el otro se la hubiera robado. Sobre la muerte de Lorca se ha dicho de todo, pero para mí lo fundamental está en el libro de Marcelle Auclair Enfances et mort de F. G. L. traducido al castellano por Aitana Alberti.
Ante la muerte de un ser querido -y para mí Lorca siempre lo fue- lo único decente que cabe es encomendar su alma a Dios. A mí, el caso de Lorca me hace pensar en el de Gentile, entre otras cosas por la reserva, la discreción o como se le quiera llamar, de las familias respectivas. Ahí acaban los parecidos, pues los restos del italiano reposan en una capilla de la iglesia florentina de la Santa Croce bajo una losa con su nombre y apellido, y los del español siguen envueltos en el misterio o en el secreto que, por desgracia, dan pie a ese "furor necrófilo" que ya en su día diagnosticara Menéndez Pelayo. Ese "furor" ha deparado ya más de un chasco a los buscadores de huesos, y es que a veces, cuando se busca algo con excesivo afán, a lo mejor se encuentra todo lo contrario de lo que se andaba buscando. Ese chasco, agradable por cierto en su caso, lo experimentó el inglés Horace Walpole cuando buscaba algo en relación con un relato persa titulado Los tres príncipes de Serendip. Serendip o Serendib es uno de los muchos nombres que ha recibido la isla de Ceilán, hoy Sri Lanka, y a la que debe el idioma inglés el neologismo serendipity, acuñado por el curioso autor de El Castillo de Otranto. Quién sabe si también la propia muerte nada menos fue la que se equivocó de "primo" en el trágico agosto del 36, y se llevó al que no era.
Recientemente, un prestigioso diario nacional ha hecho públicos ciertos "documentos privados" del "anterior jefe del Estado" que tratan de los trabajos conspiratorios del entorno del Conde de Barcelona y que no nos dicen nada importante a los que, como es mi caso, nos hemos ocupado con anterioridad de las andanzas de este simpático personaje. Aun así, no sé si algún lector avisado habrá caído en la cuenta de que, entre los nombres de los conspiradores "antifranquistas", hay dos muy secundarios y muy singulares a la vez: uno es el del capitán Miláns del Bosch, me figuro que el mismo que, después de una brillante carrera que pasó por la defensa del Alcázar y la campaña de Rusia, estaba de capitán general de la III región militar cuando tuvo el honor de ser borboneado en el mal llamado golpe de Tejero. El otro es un tal Ruiz Alonso, padre de la actriz Emma Penella, que andaba por Granada en los últimos días de vida del pobre Federico.
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