Los mecineros escapan del paro gracias al cultivo de verduras y tomates. Por las tardes, los jubilados salen al campo a coger aulagas y espliego
ANDRÉS CÁRDENAS | GRANADA
Recién llegado a Mecina Bombarón, uno de los núcleos que forman el municipio de Alpujarra de la Sierra, quise celebrar el rito de otras veces. Corrí a beber agua fresca de la fuente de San Miguel, donde el santo, espada en alto, tiene un dragón alado bajo sus pies. Luego me senté un rato en uno de los bancos sombreados que hay enfrente para ver cómo pasaba el agua de la gente: el agricultor sudoroso que viene de la habichuela, el joven que tontea con la bicicleta, el abuelo que se ve obligado a mirar constantemente al suelo porque anda encorvado por la edad, la mujer que va a por los avíos del cocido, el perro que olisquea una bolsa de basura? Este, el de la contemplación pasiva de los que pasan por delante de mis ojos, es uno de los espectáculos a los que me niego a renunciar en estos pueblos en los que cualquier actividad es motivo de una reseña. Exhibiendo una sosegada austeridad, estas criaturas caminaban con gran majestad en el alma. Nada hay en el mundo que me guste más que la gente sencilla y el corazón noble, aunque su diseño sea un tanto descalabrado. Y es que así son los alpujarreños en general y los mecineros en particular.
El sol de montaña ha comenzado a dorar las copas de los árboles con cierta fortaleza cuando me echo a andar. El calor pega fuerte en estos lugares que están más cerca del cielo. En las noches puede que haga falta alguna sábana para taparse, pero en los días lo mejor es resguardarse de ese calor inmisericorde que inunda el ambiente.
La estructura urbana de Mecina Bombarón es diferente, pues en ella no están los barrios altos y bajos habituales, sino que tiene muchas casas grandes diseminadas en bosques de castaños y huertos familiares. Y nada que ver con ese aspecto nórdico y frío del que hablaba Brenan en su crónica sobre este pueblo, aunque es tal vez porque él lo visitó en invierno y yo lo hago en verano.
Tiene Mecina Bombarón (en el siglo XVI se llamaba Mecina de Buenvarón), un viejo puente hispanomusulmán, una iglesia de planta mudéjar dedicada a la Virgen de Araceli y un museo con casi 2.500 fotografías alpujarreñas que hizo Rafael Vílchez y que no he visto abierto en las tres últimas veces que he estado en la localidad.
-Es que tiene usted que pedir la llave en el Ayuntamiento -me informa un vecino.
-¿Y si el Ayuntamiento está cerrado?
-Entonces debe buscar a Paco el "alguacil".
A los de Mecina Bombarón les llaman "patanes" pero tampoco nadie sabe exactamente el origen de este mote.
-No sé por qué nos dicen "patanes", porque aquí el que más y el que menos hace condones con tripas de choto -dice un vecino.
Los placeres y los días
Una de las cosas que más me llenan de paz es deambular por las callejuelas de los pueblos de la Alpujarra y perder la memoria observando el talle irregular de sus casas, las macetas de flores y el agua que corre por las acequias. Y otra la de llegar a una taberna y pedir una cerveza fría después de sudar en la subida y bajada de cuestas.
En la taberna que me meto se llama El Portón, que es precisamente de Paco el "alguacil" y cuyo cocinero, Ismael, me ofrece el menú del día.
-¿Le gusta a usted la cuchara?
-Sí.
-Es que hoy tengo unas lentejas riquísimas y de segundo unos boquerones frescos. De postre tenemos natillas caseras.
-Trato hecho.
Ismael se ha pasado la vida cocinando en restaurantes de Granada y ahora ha trasladado a Mecina Bombarón su sapiencia en los fogones. Y la verdad es que el viajero del sombrero panamá agradece las atenciones. Y la comida.
Ismael es cuñado de Paco el "alguacil" y dice que lo ha llamado varias veces para darme la llave del museo, pero que no ha podido localizarlo.
-Debe estar en el campo. Allí no tiene cobertura.
-Bueno, no te preocupes. Otra vez será.
Ya por la tarde, el viajero decide descansar en una terraza en el ambiente alegre del bar de Joaquín. Allí están, por ejemplo, Elizabeth y Francis. Ella trabaja en la recolección de "habicholillas" y tomates cherry y él es de los pocos mecánicos que tiene la zona. Elizabeth se sabe todas las variedades de las habichuelas que allí se dan: la perona, la roja, la semirroja, la de bajo monte y la alta. En cuanto a los cherry, los hay de pera y redondos.
-A mí, particularmente me gustan más de los pera -dice Elizabeth.
La habichuela y el cherry, que aquí son pareja de hecho, dan trabajo a muchas personas del pueblo y a una colonia importante de rumanos y senegaleses, a los que se ve por el pueblo con la memoria puesta seguramente en sus lugares de origen.
En la improvisada tertulia también interviene el joven Antonio Asenjo y el anciano Pedro Fernández. La juventud y la vejez son estados que no se pueden comprender el uno sin el otro. Una combinación de sus explicaciones me dan a entender que la mitad del censo de Mecina vive en El Egido, en Granada o en cualquier otro sitio de España, pero que mantienen el empadronamiento y casa en Mecina, a donde solo acuden los fines de semana.
-Aquí la juventud lo tiene crudo en invierno. Ahora tiene un pase, pero en enero? -me dice Moisés el camarero.
Moises, que tiene pinta de mosquetero de Dumas, con su perilla afilada y bigote en punta, es un joven ilustrado que cuando se entera de que el viajero de la rempuja panamá está recorriendo la Alpujarra para escribir sobre ella, le recomienda un libro que Pío Navarro Alcalá-Zamora escribió sobre la manera de vivir en Mecina Bombarón.
-Ese libro es un pasote. Flipas. Te enteras perfectamente de cómo es la estructura social en estos pueblos. Ahora acaban de reeditarlo y es fácil encontrarlo.
Mecinero ilustre
Un mecinero ilustre es Fernando Reinoso, que fue doctor con 23 años, catedrático en Salamanca con treinta, decano de Medicina de la Universidad de Navarra e impulsor de la investigación neurocientífica en la Autónoma de Madrid, así como referencia mundial en su campo. Fernando Reinoso se vio obligado a huir de Mecina en agosto de 1936 a Granada, donde estudió y conoció a su mujer. Con ella, con María Luisa, ha tenido diez hijos y ahora tiene 42 nietos. Cuando Fernando, que ya tiene 86 años, fue nombrado hijo predilecto de Mecina Bombarón, le salió un discurso cargado de modestia: «Yo no tengo mérito porque mi padre era médico y pude estudiar. Conocí a muchos compañeros de juego que eran muy inteligentes pero que no pudieron ir a la Universidad».
Fernando cuenta que es neurólogo porque siendo joven su padre le regaló las obras de Ramón y Cajal y se enamoró del sistema nervioso.
En Mecina hay quien se enamora del sistema nervioso y hay a quién le gusta ir a coger alhucemas, acacias y aulagas al campo. Manuel Espejo y si mujer Remedios del Río lo hacen muchas tardes cuando salen a pasear por la carretera.
-Las alhucemas son muy buenas para combatir las polillas. Coge usted un ramo, las cuelga en los armarios y ya no necesita bolas de alcanfor -dice Remedios, de la que todos los mecineros alaban su implicación en las fiestas populares y su tarta de castaña.
Manuel es un hombre que derrocha amabilidad y simpatía. Cuando el fotógrafo Rafael Vílchez me lo presenta, enseguida le sale su vena hospitalaria.
-Aquí me tiene para servirle y para lo que haga falta, menos para darle dinero -dice friccionando el dedo pulgar y el índice-, estoy para todo.
Manuel está muy ágil a pesar de su edad y se sube con la destreza una cabra montés por los padrones y los repechos en busca de un ramo de espliego para regalárselo al viajero del sombrero panamá.
-Tenga cuidado, a ver si se va a caer usted -le advierto.
-¿Yo? Qué va. Cuando tenía 25 años pillé a una zorra corriendo.
Le doy las gracias por el ramo de alhucemas y me despido de él con un apretón de manos, de esos que sellan una nueva amistad.
-Que nos veamos siempre para lo bueno -me dice Manuel.
Empieza la tarde a decaer cuando salgo de Mecina Bombarón. El sol se esconde tras las montañas y deja una luz planchada sobre los barrancos, un fulgor de sutilísimas gamas de castañas asadas mezclado con gamas de membrillo. Ante un espectáculo semejante de belleza integral, el viajero del sombrero panamá no sabe bien qué hacer y decide por su cuenta que el paisaje del que goza no es obra de las fuerzas naturales del mundo, sino un milagro de Dios.
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