El 450 aniversario del
nacimiento del Bardo sirve en bandeja la oportunidad de revisar los
montajes de sus obras hechos aquí, con un posible sello propio
Pablo Bujalance
El
mundo, y en particular el Reino Unido con su tan flemática disposición a
cubrir efemérides con maratonianas convocatorias, celebra esta semana
el 450 aniversario del nacimiento de William Shakespeare. De que el
Bardo naciera uno de estos días que ahora corren tan sólo consta una
evidencia: cierta partida bautismal sellada un 26 de abril de 1564.
Pero, más allá de los misterios que invaden al mejor compositor de
sonetos de la historia, con permiso de Petrarca, estos cuatro siglos y
medio han demostrado que existen tantas maneras de llevar las obras de
Shakespeare a las tablas como corrientes, tradiciones y creadores
escénicos puedan contarse. Y es que, en su categoría universal, hablamos
de un teatro capaz no tanto de adaptarse, sino de afectar a públicos de sensibilidades culturales distintas, por más que las puramente humanas tiendan a converger. Una pieza como La tempestad,
por ejemplo, admite desde la aparatosidad más barroca hasta la desnudez
más extrema (el teatro español ha dado jugosos ejemplos en los últimos
años: basta recordar los últimos montajes de Lluís Pasqual y Sergio
Peris-Mencheta) sin dejar de ser, en ningún caso, La tempestad. La poética shakespeareana,
asumida desde ciertos prejuicios aún latentes como sinónimo de
complejidad, resulta sin embargo de claridad meridiana a la hora de
llamar a las cosas (incluidas las invisibles) por su nombre; y la lengua
española puede presumir de haber contado con traductores como Leandro
Fernández de Moratín (que vertió Hamlet sin un conocimiento
precisamente amplio del inglés tras quedarse conmocionado en una
representación en Londres), Luis Cernuda y el gran Ángel-Luis Pujante.
Sin embargo, trasladado el asunto al teatro andaluz, aceptando la
posibilidad de que exista realmente una tradición o una manera andaluza
de hacer teatro, cabe preguntarse: ¿Existe, ha existido o podría existir
un Shakespeare de aquí? ¿Qué Bardo sería aquél sobre el que se posara
una mirada andaluza?
Lo que sí existen, evidentemente, son producciones andaluzas de las obras de Shakespeare. Y sólo las últimas décadas han dejado algunos ejemplos de alto voltaje. El Centro Andaluz de Teatro atacó en 2001 con un proyecto muy interesante, Otelo, el moro, que dirigió Emilio Hernández con la versión de Luis García Montero y que protagonizaron Juanma Lara, Irene Pozo, Antonio Garrido y Marilia Samper, en una lectura de carácter abiertamente político que subrayaba los contenidos relativos al racismo (uno de los últimos proyectos del CAT, finalmente malogrado a causa de la debacle de la institución, era un Julio César que debió haber dirigido José Carlos Plaza con adaptación del mismo García Montero: otra vez será). Un ejercicio proverbial fue Después de Ricardo, versión libérrima del Ricardo III de la compañía malagueña Avanti Teatro, estrenado en el Festival de Almagro en 2005 con texto de Sergio Rubio, dirección de Julio Fraga, producción de Eduardo Velasco y con Miguel Zurita, José Manuel Seda y Celia Vioque en el reparto. Ricardo Iniesta y Atalaya, que ya hicieron Hamletmachine de Heiner Müller en 1990, estrenaron uno de los mejores montajes de la compañía sevillana en 2010 con, precisamente, Ricardo III. Tampoco conviene olvidar el Macbeth que la compañía granadina Histrión Teatro estrenó en 2008, con versión y dirección de Juan Dolores Caballero y una espléndida Gema Matarranz como Lady Macbeth en escena junto a Manuel Salas, Paco Inestrosa y Constantino Renedo, entre otros; ni la aproximación que otro gran actor andaluz, Rafael Álvarez El Brujo, hizo a la cuestión a través de Mujeres de Shakespeare en 2011. Sin embargo, quien ha abierto las puertas más interesantes en los últimos años ha sido la sevillana Pepa Gamboa, con su abordaje de El sueño de una noche de verano con adolescentes para TNT y su aplaudido Rey Lear, estrenado justo el año pasado con Abao Teatro. Evidentemente hay mucho más, sobre todo si nos remontamos a los tiempos (por ejemplo) del Teatro ARA y el festival internacional que dirigió Miguel Romero Esteo en el Teatro Romano de Málaga. Pero va siendo hora de llegar a algunas conclusiones razonables.
En realidad, este ligero vistazo puede servir para demostrar que Shakespeare sigue siendo un asunto tangencial, y accidental, en el teatro andaluz. Cada montaje responde a particularidades concretas (intenciones, estética, actualidad), pero no a la posibilidad real de adoptar a Shakespeare como patrimonio propio y reconocible. En parte, este procedimiento aislado puede deberse a la falta en Andalucía de un creador que, a la manera de Calixto Bieito y el citado Lluís Pasqual en Cataluña, se haya tomado a Shakespeare a pecho (claro, ni el Shakespeare de Bieito ni el de Pasqual son Shakespeares catalanes; pero sí lo suficientemente personales para crear en su entorno un área de influencia). En Andalucía, la adscripción temprana de compañías pioneras como La Cuadra por Lorca como primer inspirador (seguida después por otras como la misma Atalaya), y la singularidad de agentes decisivos en la definición del teatro andaluz como La Zaranda y Teatro del Mentidero, más allá de cualquier autor, convirtieron ya a Shakespeare en una tarea pendiente. Y ahí sigue. Tal vez no será necesario. Pero sí apasionante.
Lo que sí existen, evidentemente, son producciones andaluzas de las obras de Shakespeare. Y sólo las últimas décadas han dejado algunos ejemplos de alto voltaje. El Centro Andaluz de Teatro atacó en 2001 con un proyecto muy interesante, Otelo, el moro, que dirigió Emilio Hernández con la versión de Luis García Montero y que protagonizaron Juanma Lara, Irene Pozo, Antonio Garrido y Marilia Samper, en una lectura de carácter abiertamente político que subrayaba los contenidos relativos al racismo (uno de los últimos proyectos del CAT, finalmente malogrado a causa de la debacle de la institución, era un Julio César que debió haber dirigido José Carlos Plaza con adaptación del mismo García Montero: otra vez será). Un ejercicio proverbial fue Después de Ricardo, versión libérrima del Ricardo III de la compañía malagueña Avanti Teatro, estrenado en el Festival de Almagro en 2005 con texto de Sergio Rubio, dirección de Julio Fraga, producción de Eduardo Velasco y con Miguel Zurita, José Manuel Seda y Celia Vioque en el reparto. Ricardo Iniesta y Atalaya, que ya hicieron Hamletmachine de Heiner Müller en 1990, estrenaron uno de los mejores montajes de la compañía sevillana en 2010 con, precisamente, Ricardo III. Tampoco conviene olvidar el Macbeth que la compañía granadina Histrión Teatro estrenó en 2008, con versión y dirección de Juan Dolores Caballero y una espléndida Gema Matarranz como Lady Macbeth en escena junto a Manuel Salas, Paco Inestrosa y Constantino Renedo, entre otros; ni la aproximación que otro gran actor andaluz, Rafael Álvarez El Brujo, hizo a la cuestión a través de Mujeres de Shakespeare en 2011. Sin embargo, quien ha abierto las puertas más interesantes en los últimos años ha sido la sevillana Pepa Gamboa, con su abordaje de El sueño de una noche de verano con adolescentes para TNT y su aplaudido Rey Lear, estrenado justo el año pasado con Abao Teatro. Evidentemente hay mucho más, sobre todo si nos remontamos a los tiempos (por ejemplo) del Teatro ARA y el festival internacional que dirigió Miguel Romero Esteo en el Teatro Romano de Málaga. Pero va siendo hora de llegar a algunas conclusiones razonables.
En realidad, este ligero vistazo puede servir para demostrar que Shakespeare sigue siendo un asunto tangencial, y accidental, en el teatro andaluz. Cada montaje responde a particularidades concretas (intenciones, estética, actualidad), pero no a la posibilidad real de adoptar a Shakespeare como patrimonio propio y reconocible. En parte, este procedimiento aislado puede deberse a la falta en Andalucía de un creador que, a la manera de Calixto Bieito y el citado Lluís Pasqual en Cataluña, se haya tomado a Shakespeare a pecho (claro, ni el Shakespeare de Bieito ni el de Pasqual son Shakespeares catalanes; pero sí lo suficientemente personales para crear en su entorno un área de influencia). En Andalucía, la adscripción temprana de compañías pioneras como La Cuadra por Lorca como primer inspirador (seguida después por otras como la misma Atalaya), y la singularidad de agentes decisivos en la definición del teatro andaluz como La Zaranda y Teatro del Mentidero, más allá de cualquier autor, convirtieron ya a Shakespeare en una tarea pendiente. Y ahí sigue. Tal vez no será necesario. Pero sí apasionante.
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