sábado, 21 de noviembre de 2015

Cuarenta años y un día granadahoy.com

El progreso vivido en España desde 1975 no partió de cero, sin embargo, el avance económico y social demuestra lo que somos capaces de hacer colectivamente al liberarnos de restricciones.
RAFAEL SALGUEIRO 
ÉSTA es la distancia que nos separa hoy de la fecha final del franquismo, que en realidad murió en La Paz y bastante en paz en el mismo momento en el que falleció quien había gobernado España durante 36 años, aunque solemos redondearlo a los 40. 

Probablemente no sea todavía el momento de hacer una comparación rigurosa y no sesgada del progreso de España en cada uno de los dos periodos, teniendo muy en cuenta sus respectivas condiciones de partida. El autor correría todavía el peligro de ser tildado de defensor del franquismo, ya que en buena parte del imaginario colectivo se ha instalado la idea de que todo aquel tiempo fue oscuro, que el Estado era arbitrario, que el control policial era asfixiante, que no había manera de progreso personal sino era siendo "de los nuestros" o que no había ni asomo de la acción pública que caracteriza al estado de bienestar. No voy a ser yo quien disguste hoy a aquéllos que creen que los sistemas de sanidad, educación y previsión públicas han sido creación original del primer Gobierno socialista, y tampoco quiero incomodar a aquéllos que no reparan en que la derogación de la reforma laboral nos conduciría de nuevo a algo parecido al Fuero del Trabajo con libertad sindical. Y menos aún insistiré en señalar que muy buena parte de la industria española es, por así decirlo, heredada

El progreso incontestable que hemos vivido en España desde 1975 no partió de cero, y ni siquiera de las condiciones originarias en los países hoy emergentes. Sin embargo, el progreso económico y social habido en nuestro país es demostrativo de lo que somos capaces de hacer colectivamente cuando nuestras energías personales no están constreñidas y cuando nos vamos liberando de restricciones para el desarrollo económico, ya sean éstas de carácter material o institucional. La mejor prueba de ello es, quizá, el éxito internacional de no pocas empresas españolas de tamaños y especialidades muy diversos, incluso en campos en los que ni imaginábamos que pudiésemos ser tan buenos como hemos resultado serlo. 

Pero seguimos manteniendo la tendencia a "dejar para mañana las reformas estructurales que debíamos haber practicado ayer", como escribiera el profesor Fuentes Quintana. Las realizamos sólo cuando no queda más remedio y casi siempre con empuje desde el exterior. Pero lo peor es que ni siquiera para las más evidentes y perentorias, siquiera sea por comparación con lo que funciona bien en otros países, es posible realizar un análisis y un planteamiento debidamente objetivos, y lograr el consenso necesario entre los principales agentes políticos, anteponiendo la realidad y la necesidad del país a la ideología y a los intereses electorales. Y no ha sido infrecuente que quien no gobierna amenace con derogar lo nuevo legislado en cuanto alcance el poder, como ya se ha amenazado con la reforma laboral y la del sistema educativo. 

También somos dados a anteponer una propuesta de solución al análisis serio de un problema y al examen de las alternativas posibles. Tenemos un ejemplo estos días con la propuesta del ponente económico socialista de establecer un impuesto para financiar el sistema de pensiones público, habida cuenta de que su sostenimiento mediante cotizaciones tiene ya dificultades. Se justifica porque ya existe en algún otro país pero se rehúye la mayor: el sistema no es sostenible en su forma actual y los trucos que se han venido aplicando a los periodos de cotización ya no dan mucho más de sí. Y se rehúye también la consideración de alternativas, como el sistema mixto de capitalización y reparto de Suecia o el favorecimiento de los planes de pensiones privados. Y, sin embargo, el sistema de pensiones fue, hace años, uno de los pocos ejemplos de consenso entre los dos (hasta ahora) grandes partidos, traducido en el Pacto de Toledo, que es el espacio natural para discutir el asunto y no salir con ocurrencias. 

Nuestra temprana incorporación a la CE una vez establecida la democracia ha tenido efectos trascendentes y no es el más importante la ayuda financiera que nos ha permitido superar la debilidad secular de las infraestructuras de transporte, una restricción histórica en el desarrollo económico de España. Luego reforzada mediante el tratado de la Unión, significó la integración plena en una de las regiones económicas del mundo y, en consecuencia, la posibilidad de sumarnos al curso de un desarrollo económico que no se realiza en el ámbito de países individuales sino que es de carácter regional. También significaba adoptar un modelo de economía abierta, superando el que el profesor Velarde denominó modelo castizo de la economía española al examinar los intereses, los comportamientos y las costumbres de los agentes económicos y el gobierno. 

El primer intento se produjo con el plan de estabilización de 1959, pero no tuvo suficiente éxito reformador porque ya a mediados de los sesenta se produjeron interferencias en el proceso de liberalización interna y externa de la economía. Y todavía no hemos logrado liberalizar la economía, aun con las obligaciones derivadas de los tratados suscritos, entendiendo por ello que el Estado se limita a las funciones que le son características o exclusivas en una economía moderna (bastantes menos que las actuales), que actúa como un regulador inteligente movido sólo por el interés general (el de verdad, no el de la excusa), que es muy activo en la defensa y estímulo de la competencia empresarial, y que es capaz de utilizar la fuerza de su legitimidad contra la de intereses poderosos. Pero a la transformación animada por la integración en Europa se han opuesto dos potentes factores. Uno de ellos es la inercia adquirida tras siglos de funcionamiento dentro del modelo a superar y otro, poderosísimo, la tendencia al mantenimiento del modelo por parte de las comunidades autónomas. No se han caracterizado, precisamente, por esforzarse en construir economías abiertas en sus ámbitos territoriales de competencia sino, más bien, por todo lo contrario. Véase el modelo convergente de la economía catalana. 


Pero con todo, y aun conociendo los problemas que hemos conservado y los que hemos ido creando, el camino recorrido es extraordinario. Yo creo que podemos estar muy orgullosos de nosotros mismos y tener mucha confianza en nuestro futuro colectivo. Pero el empuje no vendrá del Estado sino de la sociedad. Las soluciones, las iniciativas, las orientaciones, las realizaciones, las aspiraciones... están en nosotros, los ciudadanos. Somos más modernos que el Estado, igual que en 1975.

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