domingo, 22 de noviembre de 2015

¿Por qué les gusta tanto a los guiris fotografiar chumberas? granadahoy.com

ANDRÉS CÁRDENAS

IRÓNICO? ¿Aburrido? ¿Ocurrente? ¿Lacónico?... Podría estar hurgando en la maleta en la que guardo los adjetivos sin dar con alguno exacto para definir el carácter de Harry. Es una mezcla entre la clásica flema inglesa de la que tanto abusaban Tom Sharpe y P. G. Wodehouse y la malafollá granaína de la que tanto abusamos los de aquí. Lo digo porque nada más vernos para ir a otro paseo va y me suelta: 

-Oye, la Alhambra ser mucho bonita, pero quedar mejor en Dublín donde hay más verde. 

-¿Le has dado ya al anís, Harry? -le digo con una punta de severidad para que se dé cuenta de que lo que ha dicho es una solemne tontería. 

Tras la ráfaga de belleza en el mirador de San Nicolás y con el objetivo de que siga sufriendo por no tener su país un monumento de esas características, decido prolongarle el éxtasis llevándolo por la Vereda de Enmedio. Hacia allí nos dirigimos desde el Sacromonte. Harry me cuenta que el jueves había sufrido una incidencia con el taxi que le trasladaba a su casa al sufrir un gran atasco a la altura del Nevada. Me acordé de que ese día habían inaugurado el Leroy Merlín (una ferretería a lo grande considerada el paraíso del 'manitas') y de lo que decían los periódicos al día siguiente sobre la gran cantidad de potenciales clientes que hasta allí se habían desplazado. Miles, según los diarios. 

-¿Estar locos e ir todos allí para comprar tornillo que les falta? -dice Harry con esa ironía que caracteriza sus pensamientos hablados. 

Mientras caminamos le explico que la vereda que vamos a tomar es uno de los caminos históricos creados en la segunda mitad del siglo XIX para comunicar el barrio del Albaicín con las Cuevas del Sacromonte. Al llegar a la cueva de María la Canastera, donde comienza la cuesta de la Verea de Enmedio, Harry me dice que le gustaría conocer una cueva y yo le digo que no hay problema, pero que tendrá que ser otro día. Al iniciar la subida, le digo que en aquel sitio se encontraron restos de los primeros cristianos de Granada y que por allí se hacían populares vía crucis cada vez que la ciudad pasaba por una sequía o una epidemia. Harry, sin embargo, tiene los sentidos puestos en una chumbera que hay al borde del camino y con un tendedero de ropa. 

-¡Oh! Mira. Espera, yo fotografiar. Esto ser muy bonito -dice emocionado mientras saca su cámara y la enfoca hacia chumbera. 

Viéndolo tan emocionado me cuesta entender que una chumbera con higos chumbos casi raquíticos pueda producir semejante placer y recogimiento en una persona de estudios tan avanzados como los de Harry. Pero los guiri a veces son así y cualquier visión vulgar para nosotros puede resultarle excitante para ellos. Mientras él fotografía chumbos (están raquíticos porque ya no es la época) yo le explico que veremos muchas más chumberas porque aquel camino es muy dado a contenerlas. Para documentarlo más sobre este 'espinoso' asunto (no sé si ustedes han captado el juego de palabras, Harry por supuesto que no), también le digo que el higo chumbo, fruto casi desahuciado en la gastronomía por sus traicioneras espinas y por estar al alcance de las capas sociales más bajas (Gómez de la Serna dijo que las chumberas eran los jardines de los pobres), tiene un pasado glorioso en aquel barrio, donde se daban los más gordos, más colorados y más sabrosos chumbos de toda Granada, como aquellos que vendía el payo Colás. El irlandés se muestra encantado con mis explicaciones (esta vez sí) sobre el chumbo y muestra un desmedido interés por esta planta de hojas carnosas y ovaladas. Le digo a Harry que últimamente hay quien le ha sacado al chumbo poderes afrodisíacos y hasta hay helados y cerveza con su sabor. Y para rematar mi explicación le digo que comer varios chumbos puede resultar fatigoso para el estómago y producir un estreñimiento a prueba de los más efectivos laxantes. 

-¿Yo poder probar uno? -me pregunta Harry. 

-Pues va a ser que no -le contesto con la determinación del que sabe que no es posible acceder a aspiración inalcanzable. 

Con la frustración propia del que desea una cosa y no puede conseguirla, Harry lanza un reniego en voz baja y en su idioma materno que a mí me es difícil entender. Pero enseguida se olvida de los chumbos. Sobre todo cuando el valle del Valparaíso y la Alhambra aparecen en el campo de visión. Pasamos por la Cueva de los Faroles, la Venta el Gallo y las cuevas del Abanico y les explico el afán de algunos pequeños empresarios del ramo de la hostelería por adecentar esas viviendas primitivas para el turismo. Al llegar a la placeta de La Lomilla y al mirador de Mario Maya, de nuevo Harry es atacado por el síndrome de Stendhal, ese mal (o bien) que ataca a los viajeros que sufren palpitaciones, temblores y sentimientos apasionados ante una obra de arte o un bello paisaje. El otoño, en su apogeo, había suministrado al panorama más cercano el dulce tono ocre de las hojas viejas y el verdor de los árboles de hoja perenne. Álamos, cipreses, encinas, eucaliptos, pinos, robles y demás árboles característicos de este valle imprimían a la vista del caminante la percepción de follaje más perfecto para arropar a lugares tan queridos como los granadinos como la fuente del Avellano, la silla del Moro o la Abadía del Sacromonte. Y mientras avanzamos por la Verea nos acompaña siempre el formato en tres dimensiones del monumento nazarí. Le cuento a Harry que yo tenía un amigo que vivía por allí y que solía decir en tono de fatidio: "¡Qué coñazo levantarte todas las mañana, abrir la ventana y ver la Alhambra!". 

A Harry se le aflojan las facciones en una especie de mueca asombrada y dolorida y exclama: 

-¡Oh! Tu amigo estar loco. Faltar tornillo. Ir a Leroy Merlín. 

Me río y le explico que ese escritor era el inolvidable Paco Izquierdo, que amaba el Albaicín y que decía esa frase en plan sarcástico, para darle envidia a todos aquellos que no podían disfrutar de esa vista. Harry no lo entiende bien y yo paso de explicárselo mejor. 

En el mirador (al que los gamberros le han arrancado la placa explicativa) hay un banco de madera. En él nos sentamos un buen rato para disfrutar la magnífica vista en silencio, como a Harry le gusta. A nuestras espaldas está el chiringuito de Pepe, que ofrece botellines de cerveza con papas a lo pobre a todos los que allí se acercan con ganas de remojar el gaznate. Pepe es amante de los gatos y por ofrecer también ofrece pienso y agua a todos aquellos ejemplares que por allí pululan. 

Al pasar por el llamado 'Rincón del corazón', una cueva con ínfulas de vivienda para gnomos, una vaharada nauseabunda me hiere el olfato. Harry acaba de pisar una hermosa mierda de perro de las muchas que festonan el paseo. Harry se lamenta y dice algunas expresiones en inglés que yo no comprendo pero que seguro que tienen que ver con la indignación propia del que aprisiona con el pie un excremento de cánido en plena calle. 

-Dicen que pisar una mierda trae suerte -digo para rebajar la indignación de Harry. 

-¿Aquí los dueños de perros no recoger mierdas? 

Le digo que la Verea del Enmedio es lugar de paso de muchos 'pies negros' que se ven amantes de sus mascotas pero que no se hacen responsables de sus excrementos. Y que por allí, por lo que se ve, los barrenderos pasan poco y muy de tarde en tarde. Por no alargar más esta conversación de índole escatológico y con el objetivo de que Harry no se vaya con mala impresión de la Verea de Enmedio, le llevo a otro mirador y a la coqueta fuente de la Amapola, donde hay un verso que creo que le puede gustar: 

Cuanto me gustaría ser / la fuente de mi barrio/ pa cuando pases y bebas / sentir muy cerca tus labios 

Harry fotografía la fuente y saca su moleskine para apuntar el poema: 


-¡Oh! Me gusta. Mucho bonito. Muy -dice totalmente repuesto de su episodio excrementicio perruno.

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