La localidad conserva en un estado impecable las típicas construcciones alpujarreñas con las que se les disputa el espacio al aire
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ANDRÉS CÁRDENAS | GRANADA
Dos vecinos charlan en la plaza de Capileira. :: R. VILCHEZ
Hay ciertos pueblos que, por su mera existencia, permanecen en el alma como ningún otro lugar antes o después. A esto se le llama espíritu local. Todo viajero o escritor debe tener su "genius loci". Capileira es el mío.
Esta entrada a la manera de Guillermo Infante me sirve para describir lo que siento por Capileira, el tercer y último botón de la portañuela del Poqueira. Allá voy una vez más un día de primeros de agosto en el que los termómetros se suben por las paredes.
Se había deslizado ya la mañana por el ciclo que le tiene asignado el día cuando entro en Capileira. Lo primero que escucho son las voces del mercaíllo ambulante. Y la de un vendedor gracioso y osado:
-¡Venga niña, dos bragas, un euro! La que no tiene bragas es porque no quiere.
Son casi las doce de la mañana y hay un ambiente denso en el pueblo compuesto, a partes iguales, entre lugareñas que van o vienen del mercaíllo y visitantes, divididos estos últimos entre nacionales y extranjeros.
Desde hace unos meses no duermo bien, me duele a veces la espalda y las cervicales son la única parte dura de mi cuerpo. Por eso cuando veo a un hombre que hace unas curiosas fricciones en el cuerpo de una mujer pienso en un masaje de urgencia. ¿Y si probara?
El masajista es holandés, se llama Antonio Kromwijk y vive en Pitres. Antes era masajista deportivo, pero un día él y su esposa Aghata descubrieron la Alpujarra y se vinieron a vivir aquí.
-¿Cuánto vale un masaje?
-Diez euros por quince minutos. Pero doy cinco minutos gratis para que la gente pueda probarlo. Sin quitarse la ropa, sin aceites, nada? -dice en un español casi perfecto-.
-Pues pruebe conmigo.
Se trata de un masaje que da en una silla ergonómica en la que el cliente se sienta al revés y hunde su cabeza en el respaldo. Las manos de Antonio comienzan entonces a circular con maestría y rapidez por mi espalda y me pregunta si paso muchas horas en el ordenador. Le digo que sí y me dice que se nota, que tengo los músculos del cuello y la espalda muy cargados. El placer es automático. Mientras, Antonio me cuenta que esta técnica de masaje se ha desarrollado en Estados Unidos pero que está basado en viejas técnicas japonesas y chinas. Yo lo oigo vagamente porque empiezo a estar en el séptimo cielo. No hay nada más placentero para una espalda dolorida que un buen masaje.
-Se han terminado los cinco minutos. Si quiere, sigo.
-¡Siga, siga, por favor! -digo yo, con la misma pasión del que le proponen un coitus interruptus -.
Cuando Antonio termina la sesión, en mi rostro llevo marcada la felicidad del instante. La plaza en donde da masajes Antonio se llama del Calvario, pero yo creo que tras la experiencia masajística deberían cambiarle el nombre.
Calle Vicario
Muchas personas se quedan en la parte alta de Capileira y no bajan hasta el fondo, que es donde hay más que ver. En el catálogo de tinaos interesantes de la Alpujarra, Capileira ocupa un buen lugar. Desde las casas que hay cerca del Tajo del Diablo se puede ver una vez más una impresionante panorámica de todo el Barranco. Allí, sentado en un banco de iglesia en un tinao de la calle Vicario charlé un día con Anselmo y su gran imaginación. Anselmo había salido del Barranco solo cuatro veces, «tres a Graná a ver a unos amigos y una a Roquetas a comprobar que los bikinis no eran solo cosa de la tele». Anselmo era -lo digo en pasado porque feneció hace poco- un nómada inmóvil, de los que certifican que solo las imaginaciones limitadas necesitan los viajes al extranjero. Vila-Mata admira a los que cierran con doble llave sus cuartos para que el confinamiento les proporcione mayor libertad en su vuelo mental. Pues bien, Anselmo era uno de ellos. Él solo tenía que abrir la ventana de su casa para encontrarse con la impresionante vista del Barranco del Poqueira. Era un privilegiado en ese sentido, pero no presumía de ello y algunas veces le restaba importancia de la manera que lo hacía Paco Izquierdo, que vivía en un carmen con vistas a la Alhambra:
-¡Qué coñazo levantarte todos los días y ver el mismo monumento!
Fue Anselmo el que me contó el porqué de aquellas construcciones alpujarreñas llamadas tinaos. Esto me dijo:
-Seguramente hay varias explicaciones técnicas, pero yo te cuento la que mi padre me explicaba cuando era chico. La realidad es que hacían falta más habitaciones en una casa y normalmente ninguno teníamos ni más terreno, ni más casa y, por supuesto, ni un duro. Aquí el que no es tonto hace relojes, así que algunos empezaron a "volar" nuevas habitaciones por encima de las propias calles del pueblo. Las calles son de todos, pero el aire que hay por encima de ellas no es de todos. El aire que está al lao de mi casa es mío y de nadie más.
En la plaza del Calvario hay una escultura, un toro de guisando, que un día donó al municipio la Diputación Provincial de Ávila con motivo del centenario del viaje de Pedro Antonio de Alarcón. Alguien podría preguntarse qué narices hace un toro de guisando en un pueblo alpujarreño. La respuesta es sencilla: la donación fue posible gracias a la intervención del periodista abulense Rafael Gómez Montero, que por entonces trabajaba en este periódico y pasaba largas temporadas en Capileira.
La sartén de Alarcón
A pesar de que Pedro Antonio de Alarcón no pasó por esta ciudad en su famoso viaje y nunca hablara de este pueblo, Capileira le ha dedicado el museo de arte popular y costumbre alpujarreñas. Allí todo son objetos de otros tiempos. Y por estar, está la sartén de campaña que Alarcón llevó a la guerra de África. «Ese tiene más pasás que la sartén de Alarcón», se suele referir aquí de una persona con mucha experiencia en algo.
Aprieta el sol en las calles de Capileira y a eso de las dos de la tarde decido refugiarme en una taberna, el mejor sitio para un sediento y un hambriento. Para mis propósitos me sirve El Asadero, que está regentado por José Luis Rosillo. José Luis es de Lanjarón, pero montó hace años su negocio en Capileira. Tuvo como maestros a famosos asadores de Castilla, de ahí que sus asados de choto, buey y ternera hayan llegado a oídos del viajero con sombrero de panamá. Pido ternera y me planta un solomillo que no es capaz de saltárselo un gitano con alpargatas blancas. Una barbaridad de grande.
-No crea que aquí todo es carne. Ponemos pescao fresco los martes y nuestras ensaladas son ecológicas -señala el camarero, que se llama también José Luis y es hijo del dueño-
El local está adornado con una exposición pictórica de frutas en todo su esplendor de E. Barahona. "De fruta padre", se llama la exposición.
Al principio creo que no voy a poder con el solomillo, pero como no hay prisa y está tan rico, al final cae. De postre, una tarta de la abuela.
A la hora del café charlo con Paco Gallego, que fue alcalde del pueblo en el mandato de 1990. Paco me explica que Capileira tuvo mucho que ver con la explosión del turismo alpujarreño en los años ochenta gracias a que tuvo un regidor como Manuel Mendoza. Dice que los locales más antiguos de la Alpujarra dedicados a la hostelería como "Panjuila", "Paco López" y "El Poqueira", son de allí.
-Además, aquí se inventó el plato alpujarreño.
-¿Y cómo fue?
-Pues que vino una gente importante a comer ya tarde y el dueño del restaurante, que era José Pérez, dijo que les iba a poner lo único que tenía. Puso papas a la pobre, un huevo, chorizo, morcilla y pimientos fritos. Y ya está inventado.
-¿Cómo fue tu experiencia como alcalde, Paco?
-Bien. De lo que me siento orgulloso es que todos los asuntos de los plenos durante mi mandato se aprobaron por unanimidad. El fastidio era salir a la calle y que todo el mundo quisiera hablar contigo de asuntos municipales. Ni en el bar me dejaban tranquilo. En el Ayuntamiento te dan la vara de alcalde cuando tomas posesión, pero la verdadera vara te la dan los vecinos.
Habitaciones ilustradas
Como soy animal de costumbres, cuando voy a Capileira suelo pasarme por el hotel Los Llanos, que está arriba del pueblo. El establecimiento lo puso en marcha Fernando López y al morir pasó a su mujer y a sus hijos. Allí se han abierto un hueco gastronómico en la fama del lugar las berenjenas con miel y los calostros que cocina Gloria, la viuda del hostelero.
En Los Llanos las habitaciones tienen nombre de literatos. Una de las partes está dedicada a Gerald Brenan, otra a García Lorca y una tercera a Washington Irving. Al llegar pregunto si está libre la habitación dedicada a Rafael Gómez Montero. Lo hago primero porque fue un compañero mío y segundo porque es la mejor. Gloria, hija, me dice que sí y allí me aposento. Es una habitación amplia donde campa una cama de dos por dos.
El techo es de pizarra y tiene vigas de castaño. Y por tener hasta tiene una ducha que sirve de jacuzzi. Y una magnífica terraza en la que me siento a descansar después de una reparadora ducha. Por la noche, sentado en la terraza y antes de irme a dormir, saboreo un cubata de ron con una rodaja de limón con la luna como único testigo.
Barrunto entonces que puedo tratar de tú a tú a los dioses. La ambrosía debía saber así.
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