Tras recorrer la costa desde Cataluña decidió que Motril era su sitio y, sin más, montó su exitosa consulta
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INMA SÁNCHEZ | GRANADA
Roberto y su mujer, Natalia, en la consulta dental. :: INMA SÁNCHEZ
Roberto Balinotti es odontólogo y lleva 28 años afincado en Motril. Dejó su tierra agobiado por la inseguridad y la inestabilidad económica, y a pesar de tener muy presente sus raíces admite que volver allí con su familia sería «criminal y una inconsciencia» De hecho ha optado por traerse a su madre «porque en mi tierra no se puede vivir».
Con una inflación del 1% diaria, para Roberto Balinotti seguir en su tierra no tenía sentido. Natural de Necochea, provincia de Buenos Aires, estudió Odontología en la Universidad Nacional de La Plata y pronto montó una consulta. Pero un accidente le mantuvo un año sin trabajar y tras cinco en activo le empezó a rondar por la cabeza la idea de partir. «En Argentina o eres un corrupto o te tienes que ir». Dice que allí todos los dentistas tienen que sobrefacturar para amortizar la inflación y que la sanidad está mutualizada debido a la mala atención sanitaria. Tras cinco años ejerciendo se rindió a la evidencia.
Considera que España saldrá pronto de la crisis, al contrario que Argentina, a la que sitúa como una de las naciones más corruptas del mundo. Dice que los españoles tienen suerte al tener unos vecinos desarrollados, una Europa próspera que mira hacia adelante. Admite sin reservas que Argentina es una tierra de «delincuentes», con unos gobernantes que cada vez hacen las cosas peor. Está convencido de que no tiene solución. «Yo no lo veré», sentencia. Por eso no se plantea volver allí con su familia. «Llevar allí a mi hija sería criminal, una inconsciencia imperdonable», subraya. «Aunque España estuviera el doble de peor que está hoy Argentina, aún así sería un paraíso». Por eso asegura haber acertado viniendo a nuestro país. Declara haber tenido la ilusión de que las cosas mejoraran, pero su última visita le ha confirmado «que es imposible».
Tenía 31 años, sabía que en España faltaban dentistas y que el idioma era un tanto a su favor. Así que en junio de 1985 se plantó en Madrid. Tras 28 horas de viaje se encontró con 90 kilos de equipaje y más solo que la una en el aeropuerto de Barajas. Se montó en el autobús hacia la Plaza de Colón y se hospedó en el Hostal Lope de Vega. «Estaba tan cansado que me dormí en la bañera», recuerda. Cuando vio un cartel anunciando un coche por algo más de 3.000 euros, unas 600.000 pesetas de entonces, pensó que los españoles «estaban chalados».
Procedente de un país con una inflación galopante, en el que no existe el crédito y con las hipotecas al 20%, no entendía el sistema de financiación bancario español. No comprendía que los concesionarios se arriesgaran a poner un precio que en su país tendrían que modificar al día siguiente. Lo había vendido todo y llegó dispuesto a empezar una nueva vida.
Arregló los papeles y se fue a Vic (Barcelona) a casa de un amigo. Ni siquiera cambió el chip cuando fue a interesarse por el material que precisaba para montar una consulta. Su asombro fue mayúsculo cuando le hablaron de financiarlo a través de un ‘leasing’. «Los españoles están chalados», murmuró.
Una ciudad para vivir
Compró el instrumental para la clínica y se dedicó a buscar el sitio idóneo para empezar su nueva vida. Barcelona, Valencia, Alicante, Murcia… «Quería una ciudad similar a la mía, pequeña y con mar». Así que se recorrió todo el litoral interesándose por los dentistas que tenían consulta. Cuanto más bajaba, más le gustaba lo que veía y más identificado se sentía. «La gente se parecía cada vez más a la de mi país», reconoce. Cuando preguntó cuántas clínicas dentales había en Benalmádena y le dijeron que estaba en Fuengirola se dio la vuelta y se asentó en Motril.
Arropado por una familia del pueblo que lo trató como a un hijo, se convirtió así en el primer argentino que se instaló en la capital de la Costa Tropical. En diciembre de 1985 abrió la consulta y a partir de febrero ya tenía que dar cita para seis meses. «Tuve una acogida espectacular y un éxito rotundo», confiesa. Trabajaba hasta doce horas al día y volvía a su tierra a menudo. Invitó a sus padres, y su madre tuvo la oportunidad de visitar Pontevedra, de donde es oriunda. Muchos amigos venían a verlo «porque tenía necesidad de mantener contacto con mi gente».
Cuenta que España le pareció entonces el sitio correcto. «En mi tierra el español es el gallego, el ‘Manolito’», porque cuando emigraban a Argentina montaban la clásica tienda de ultramarinos. «Cuando llegué me di cuenta de que había que conocer para tener el concepto justo de las cosas. Entendí que no éramos el rey de reyes». Dice que durante todo este tiempo ha seguido con pesar la evolución económica, social y política de su país. Incluso optó por traerse a su madre «atrapada en una ciudad en la que no se puede ni salir, porque te roban».
Casado con Natalia, natural de Tambov, una ciudad rusa a 480 kilómetros de Moscú, reconoce no tener ningún interés en marcharse a Argentina y que su hija crezca en un país al que hoy por hoy no le ve ningún futuro.
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